NOCHEBUENA CON ZÁTOPEK



NOCHEBUENA CON ZÁTOPEK


Mi nombre es Cristian Lavisiera. Nací con dificultades respiratorias y el tabique nasal desviado. Sin embargo, debo decir que poseo un gran olfato. Especialmente para los negocios. Está feo que lo diga yo pero la falsa humildad es una lacra social que debemos combatir. En mi familia somos así. Si las lentejas están buenas, se dice. Y ya está. Nosotros somos buenos en los negocios como otros son buenos diferenciando un jilguero de un petirrojo europeo. O bajando escaleras de espaldas. O copiando cuadros de Jack Vettriano. Es nuestro talento natural. Detectamos necesidades del consumidor y las satisfacemos. Eso es lo que hacemos.

Siempre supe que sería un empresario de éxito; un emprendedor. Pero no fue hasta los diecinueve cuando conseguí captar la atención de Papá. Por aquel entonces, para vergüenza familiar, yo trabajaba como asalariado en una empresa importante de calzado y esa Navidad, justo un día antes de La Nochebuena, me despidieron. Lejos de hundirme y  sentirme un fracasado, advertí la oportunidad de cambio y aproveché para coger –definitivamente- las riendas de mi vida, como lo habían hecho antes todos mis hermanos. Lo que hice fue convencer a un par de buenos comerciales de mi antigua empresa para que me consiguieran trabajo. El objetivo era claro. Y los incentivos, también. Una comisión del 10 % de mi futuro sueldo iría a parar a sus bolsillos, durante los primeros seis meses. Y así fue como conseguí un buen contrato sin capital inicial y, lo que más sorprendió a Papá: sin moverme del sofá.

Después de aquello, Papá, siempre nos lleva a hacer algún viaje con todos los gastos pagados en estas fechas tan señaladas. Le gusta recordarlo delante de los más jóvenes y lo celebramos brindando, cómo no, con champagne francés. Suelen ser estancias cortas, en las que podemos llevar a nuestras mujeres e hijos, y nos permite desconectar unos días. No más de tres. Tampoco conviene desatender nuestras obligaciones.

Este año nos hemos venido a este hotelazo de Monte Gordo que yo ya conocía porque asistí a una convención el año pasado. No menciono el nombre y digo «hotelazo de Monte Gordo» no por ocultarles datos en esta historia, créanme, sino porque no hemos llegado a un acuerdo satisfactorio de product placement. En estos días de asueto tenemos prohibido hablar de Lavisiera´s Atlantic Group. Deben ser días solo de placer y ocio. Family Days que dicen, antes de afrontar el balance final del último trimestre.  

A mí lo que más me gusta del hotel es la piscina climatizada y el Spa. Me podría pasar horas  con ese chorro subacuático dándome en el ano. Pocas cosas más relajantes, la verdad. Ni siquiera una mamada. Me gusta reclinarme sobre la tumbona y dirigir suavemente el anillo de mi trasero, falto de gravedad,  hacia uno de los chorros; y sentir la caricia que será anestesia, volcán, estampida, mientras contemplo la cara de Begoña, la de cuentas, bajo la ducha escocesa. Puede que en mi cabeza suene las Variaciones Goldberg, incluso. La que no aparece es mi mujer, que seguro anda en la habitación frotándose con las toallas de rizo, tan portuguesas ellas, tan carnales y esponjosas. Tampoco los niños; se habrán ido a jugar a la playa. Ay, jugar en la playa.

Aunque estamos obligados a sonreír -no me importa reconocerlo- hay algo triste y melancólico en el hecho de pasar la Nochebuena en un hotel; por más que sea un cinco estrellas. Papá está muy pendiente de recordarnos que se vean nuestros dientes blanco flúor pero puedo apreciarlo en las lucecitas que emiten destellos como grititos de socorro desde la recepción, y en los ojos de pescado muerto que lucen los empleados, y en el bigote abatido del Santa Claus que preside el hall principal. Un tipo muy gordo, vestido de smoking, lo está cruzando ahora mismo. Se dirige al comedor. Algún día el mundo debería perseguir a los gordos como ha hecho con los fumadores. Voy a salir a fumar antes de que nos avisen para la cena.

Son esos dos tipos otra vez. Tienen cara de malas pulgas. Deben ser checos o ucranianos. El joven tiene pinta de atleta y el más bajo debe ser su entrenador. Me recuerda a Zátopek pero con más pelo. Están haciendo ejercicios de alta intensidad  en el parking vacío. Bueno, los hace el joven. El viejo tiene las manos bien enterradas en los bolsillos del chándal. Gutiérrez  dice que por esta zona vienen muchos deportistas de élite a entrenar. El sur de Portugal es barato y tranquilo en esta época del año. Con sus sudaderas rojas, configuran un paisaje extraño bajo el cielo azul oscuro casi negro. Es curioso. Apenas les he visto intercambiar una palabra desde que llegamos. Ni en el gimnasio ni en el desayuno ni en la comida.  Ahora subirán a la habitación, y bajarán a cenar. Masticarán en silencio y mirarán por la ventana el aparcamiento. Más o menos como mi mujer y yo. Sí, creo que están listos. Ha llegado el momento de presentarme. Sniff. Sniff. Ya casi puedo olerlo. Papá me premiará.

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