Felicidad interior bruta
Yo pertenezco a la generación mercromina, esa cosa roja que, al menos a simple vista, potenciaba la aparatosidad de las heridas convirtiendo nuestros frágiles cuerpos en lienzos de guerra. Y sin embargo, nadie se rasgaba las vestiduras. Hoy en día, en pro de una sensibilización aún mayor, me atrevo a decir, deberían prohibirla. Y con razón, qué necesidad hay de que los pobres padres, ya al anochecer, sufran un soplo al corazón cuando van a buscar a su hijo después de que éste haya ido, por orden, a clase de tenis, inglés, esgrima, auxilio emocional, tai-chi, asesoría del bienestar, informática y por último ballet. Yo por desgracia, pertenezco a esa generación de niños a la que le calentaban el morro de vez en cuando, que incluso acariciaba la muerte a pellizcos y sorteaba zapatillas voladoras, que le castigaban si desafiaba unas normas razonables de respeto y convivencia, en definitiva, aquella generación cuyos padres, hoy por hoy, estarían en la cárcel. Lo extraño es que, contra todo pronóstico, dicen, estoy en mi sano juicio, soy educado, tengo criterio, no soy violento y los traumas que arrastro poco o nada tienen que ver con aquellos cachetes de la infancia. Estudia una carrera, dos másters, aprende idiomas, haz prácticas, trabaja gratis, trabaja como un chino, mejor, más que un chino, por cuatro duros, tres perras, no rechistes, no te quejes, hipoteca tu vida, paga impuestos, no fumes, por fin prosperas, firma un contrato, de tres meses, de dos meses, de un mes, sonríe y vuelve a empezar. Seamos serios. Lo que traumatiza no son los cachetes. Lo que traumatiza es que no te cuenten la verdad. Y lo triste es que para esas heridas, no hay mercromina. Menos mal que mis padres no están en la cárcel. Menos mal que estuvieron ahí y me enseñaron a resistir.
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